lunes, 4 de junio de 2012
El dia de la madre
Ayer os ofrecí un poema por si queríais utilizarlo como felicitación para el Día de la Madre. La poesía es bella, es como leer música (o como cantar hablando, según se mire) y por ello suele ser la manera más bonita de hacer una dedicatoria. Sin embargo, la necesidad de hacer rimar las estrofas pueden llegar a limitar el mensaje final y por eso he pensado que podría ser interesante también escribir una carta para mamá.
Aprovechando la temática del poema de ayer, con esa mística elección de los bebés, que escogen a sus padres y a sus madres, os dejo a continuación una carta para mamá, con la intención de que sirva como felicitación. Para darle más misterio al asunto, la he titulado “Cuando me necesitabas…“:
Dicen, mamá, que los humanos nacemos para ser felices, para ser felices y para ser libres. Crecemos con esa intención, con ese objetivo, y creemos que lo vamos logrando a medida que nos vamos haciendo cada vez más prisioneros de la sociedad en la que vivimos. El tiempo va pasando, vamos creciendo, y los días empiezan a pasar uno detrás de otro, monótonos, repetitivos, cansinos en ocasiones, irrepetibles y felices a veces, descontrolados a menudo.
Pasan los días y pasa la vida. Dejamos de valorar las cosas que de pequeños nos encantaban. Ya no miramos cada noche a la luna, para ver si crece o no. Ya no buscamos estrellas que se mueven, de esas que resultan ser aviones. Ya no nos sorprende que el sol salga cada mañana. De hecho, ni nos sorprende que haya días en que apenas lo veamos, entrando a trabajar cuando aún está oscuro y saliendo cuando oscurece.
De pequeños caminamos a todas partes, corremos por la calle, somos almas incansables, somos eternos, interminables, tenemos el mundo en la palma de nuestras manos y nuestro cuerpo nos lleva prácticamente allí donde queremos, porque somos capaces, o nos creemos capaces.
Pero luego crecemos y a las limitaciones que nos imponen los demás se suman todas las que nosotros nos inventamos, porque ahí dentro, en ese microespacio que hemos creado, dentro de esa coraza imaginaria que nos rodea, nos sentimos tranquilos y seguros. No salimos, porque allí tenemos el control. No salimos, porque nos da miedo errar. No salimos, porque tememos descubrir algo más.
Cuando la cosa empieza a enquistarse, cuando dejamos de evolucionar, es ese el momento en que más necesita una persona ayuda externa, y ese fue el momento en que decidí que debía llegar para ayudarte: cuando más me necesitabas.
Te escogí a ti, mamá, porque vi que empezabas a perder la alegría, porque la llama ardía, pero oscilaba demasiado con la mínima brisa, porque empecé a darme cuenta de que aún cuando estabas rodeada de gente, empezabas a sentirte sola. Te escogí a ti y llegué en el momento oportuno para sacudir tu vida como un torbellino, abriéndote los ojos al momento, como una bofetada de realidad que te hace ver que lo vivido hasta ahora era demasiado… “preparado”, demasiado llano, demasiado lógico. Vivías la vida que los demás querían que vivieras, hacías las cosas que los demás esperaban que hicieras y cogiste las responsabilidades que te dejaron coger y quisiste asumir, pero no más.
Entonces llegué yo, la gran responsabilidad, tu hijo, la vida que provenía de tu vida, tu obligación, tu amor. Llegué yo, cargado de ilusiones, pero cargado de necesidades, de quejas, de llantos. Ávido de tener a alguien que iluminara mi vida y guiara mi camino, loco por recibir tus besos y tus brazos y plenamente preparado para hacerte ver que, ahora sí, por fin, debías tomar una decisión importante en tu vida: o seguir viviendo, simplemente porque los días pasan y tu corazón sigue latiendo, o vivir la vida de verdad, aprovechando cada segundo, cada contacto, cada caricia y cada momento a través de mis ojos, a través de mis sueños, mis ilusiones, mi integridad y en definitiva a través de mí.
Llegué para recordarte aquellas cosas que habías olvidado, llegué para decirte que yo sí sé lo que quiero y cómo lo quiero, que yo sí sé decirte que merezco respeto, que yo no permitiré que te olvides de mí por un momento y que te haré saber que te quiero y que quiero pasar todos los minutos de mi vida contigo (al menos mientras sea niño), te enseñaré todo esto que has olvidado para que recuerdes que debes pedir siempre respeto, debes velar por tu integridad, para que nadie la dañe, y que debes amar y amarte, porque motivos tienes… (ya digo, eres la persona más importante del mundo para mí).
Vine para enseñarte y vine para aprender. Siento la bofetada, siento el golpe, siento haberte arrancado tan bruscamente de esa vida que vivías por inercia. Sólo tú debes decidir si quieres seguir montada en ese tren o si te apeas, aunque sea por un tiempo, para demostrar a los demás, y sobretodo para demostrarte a ti misma, que eres capaz de coger las riendas de tu vida y de decir que ahora decides tú.
Gracias mamá por estar ahí, gracias por ser mi madre y aceptarme como hijo, gracias por escucharme y permitirte aprender. Si no me hubieras escuchado, si no te hubieras dado cuenta de mi mensaje, habrías acabado por doblegar mi tozudez, habrías acabado con muchos de mis sueños y, en vez de haberte enseñado algo, yo habría aprendido a vivir como tú, pagando la factura de la vida que yo quería vivir.
Pido disculpas si esperabais una carta estándar llena de palabras bonitas pero vacía de contenido. Quizás el año que viene me salga algo más romántico y más alegre. Este año, antes de entrar en el mundo de arcoiris en el que todos deseamos vivir, he querido (y he necesitado) escribir algo más real. Algo más relacionado con lo más amargo, pero a la vez más increíble de ser madre(padre). Algo que recuerda que tener un hijo remueve muchas cosas del pasado y del presente para crear, como familia, un nuevo futuro.
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